martes, 26 de abril de 2011

Religiones Primitivas

Características comunes a las religiones Primitivas.


ANTONIO PACTOS, JORGE IPAS

Dentro de múltiples diferencias, cabe destacar los siguientes elementos comunes:


a) Creencia en un Ser Supremo, celeste, centro de irradiación de energía causadora de todo (primitivos de simple recolección y pequeña caza y pastores), o una Fuerza casi impersonal, en diverso grado poseída y participada por seres personales trascendentes (mana totémico de la civilización de cazadores más especializados), o una Gran Madre del Salvador con numerosos espíritus (civilizaciones matriarcal y agrícola). La disyunción sólo indica diverso grado de acentuación; los tres elementos suelen aparecer en las religiones derivadas de las primitivas, aunque se acentúa más uno u otro: Ser Supremo celeste en los recolectores y pastores; Espíritu o Fuerza en los cazadores; el Salvador, y, finalmente, su Madre, en los agricultores. Se acentúa más uno u otro, pero ninguno desaparece del todo; con el tiempo en pueblos ya históricos, el monoteísmo (v.) degenera en politeísmo (v.), aunque siempre se pueda apreciar en alguna forma una tendencia monoteísta. Algunos autores prefieren hablar, más que de monoteísmo o tendencia monoteísta en los p., de teísmo (v.), es decir, de concepción de Dios personal y activo; pero en todo caso no se trata de un simple deísmo (v.), es decir, de una concepción de un Dios difuso y lejano, como veremos más adelante (V. t. DIOS II).
b) El mundo del Ser Supremo es invisible y suprasensible, no sujeto a las leyes de tiempo y espacio, y en él entra el hombre por la muerte (sobrevivencia). Ese mundo trascendente actúa de continuo, de modo misterioso, en el mundo visible y fenoménico, que es como su imagen o sombra: cuanto más se conforma y copia a su modelo, tanto más participa de la realidad y perfección; cuanto más se distancia y menos se conforma, tanto más decae.
c) Posibilidad de comunicarse antes de la muerte con ese mundo trascendente, en virtud de oración y de ritos, sobre todo de iniciación, y siempre con un esfuerzo moral y una ascesis severa. Los ritos de iniciación buscan desprender el pensamiento humano del mundo físico y fenoménico, para introducirlo en el invisible, no coartado por el tiempo y el espacio; siendo la muerte la vía natural para entrar en ese mundo, la iniciación ha de imitar la muerte real, y será tanto más eficaz cuanto mejor sea la imitación.
d) Importancia del primer antepasado (o antepasada en culturas matriarcales), que vivió en ese mundo trascendente, y del que decayó por un pecado misterioso; pero enseñando a sus descendientes el modo de volver a entrar o comunicar con él mediante leyes, prácticas y ritos que difieren según las culturas; esto se va expresando y reflejando en los mitos (v.), que aparecen posteriormente en gran parte como reacción contra la magia deformadora de la religión.
e) Finalmente, el uso ritual de diversos objetos de la naturaleza, como vehículo para que el Ser Supremo, el Salvador, o a veces el primer antepasado, comuniquen la energía trascendente del otro mundo o para que reciban mejor las plegarias o las ofrendas. Esos objetos y lugares de la naturaleza usados en los ritos pueden variar de unos pueblos a otros, pero los más comunes son: lugares altos, montañas o cavernas (v. MONTAÑA III), agua, fuentes o ríos (V. AGUA VI), vegetales, bosques o árboles determinados (V. ÁRBOL II), algunos animales (V. ANIMAL IV), piedras o rocas (V. PIEDRA II; MEGALÍTICOS, MONUMENTOS).
Todos estos elementos de la religiosidad primitiva permanecerán en las religiones históricas. Todas ellas, en efecto, se formaron por sincretismo de las diversas tendencias primitivas básicas. Incluso las debidas a la personalidad de sus fundadores no desdeñan el depósito heredado, sino que procuran depurarlo y enriquecerlo. Por otra parte, las religiones históricas cambian y evolucionan: mas los elementos primitivos que a ellas subyacen se conservan más o menos siempre, con tenacidad admirable, como expresión inmutable de la religiosidad connatural al hombre.


Los ritos religiosos.
El mundo visible es como la sombra y manifestación del invisible, que, actuando en él de mil modos diferentes, lo produce. Como el ser y nitidez de la sombra depende de su vinculación y cercanía al objeto que la produce, así la vitalidad de todos los seres visibles depende de su vinculación y proximidad al mundo trascendente invisible. Nada se da en el mundo visible sin la acción del mundo ejemplar trascendente: la causalidad visible es necesaria; pero no la única necesaria, ni siquiera la más importante. Pero los seres visibles o terrenos pueden no conformarse con el orden invisible, lo cual es especialmente válido en el hombre, como ser libre. Ello implica siempre decadencia de la perfección vital, esterilidad, y, en último término, muerte y destrucción, al disminuir o romper su vinculación con el orden invisible. Es más, entonces el mundo creado tiende a la decadencia, a volver a la nada, o al caos, de donde inicialmente saliera.
A restablecer esta vinculación, siempre precaria y en peligro, se dirigen los ritos propiamente religiosos, que son aquellos que lo procuran por el culto, la sumisión o la plegaria; los ritos mágicos, menos religiosos e incluso opuestos a la religión (V. MAGIA), pretenden, en cambio, dominar por medios seudotécnicos a la Fuerza invisible, concebida como impersonal, o forzar mediante el uso de ella a los mismos seres personales del mundo trascendente. La oración o la plegaria acompaña frecuentemente al hombre primitivo, se han recogido de ella muestras expresivas de súplica, de adoración, de acción de gracias y de alabanza; sorprende a veces su profundidad y espontaneidad, donde un lenguaje sencillo- y antropológico se mezcla con un fino sentido de lo religioso y divino; de ello ya se ha tratado en otro lugar (V. ORACIÓN I, 2). Tampoco es necesario tratar aquí de todas las formas de culto y de sacrificios; algo diremos después (v. infra, no 4) y además V. CULTO I, SACRIFICIO I, y los diversos artículos a los que se ha remitido antes (en 2,e). Aquí nos detendremos más en el tema de los ritos.
Dada la necesidad de la causalidad trascendente en todo suceso terreno, el rito religioso, en sentido amplio, está presente en toda actividad humana del hombre verdaderamente religioso, no sólo del primitivo: nada hay ajeno a la religión. Pero la importancia y necesidad de los ritos se acentúa en todos aquellos casos en que el hombre o la naturaleza pasa de un modo de vida o ser a otro que parece fundamentalmente nuevo, en cuyo caso la conformidad antes existente ha de adquirirse para el nuevo modo de ser, ritos de tránsito: nacimiento, adolescencia o iniciación, matrimonio, muerte; ritos estacionales agrarios; ritos de caza al empezar la temporada; etcétera. El hombre, en su debilidad, necesita la ayuda constante del mundo trascendente, cuya vinculación se procura con su plegaria, con su conducta y con los ritos. Necesita el rito para purificarse interiormente o para ser acogido por la divinidad (v. PURIFICACIÓN I; PENITENCIA I, A). Además, como el mundo visible se le ha entregado como su ambiente vital para que de él se sirva y use, siente que sobre él incumbe la obligación estricta de vincular también el mundo material que le rodea con el orden trascendente. Del mantenimiento de esa vinculación, procurado por el hombre, depende el florecimiento y buen estado, e incluso la misma conservación, de las diversas especies que el hombre necesita para su subsistencia, así como la eficacia de la misma actividad concreta múltiple del hombre, que no dará los resultados apetecidos si el rito no le confiere la eficacia trascendente necesaria: para que la semilla brote, o el pez caiga en la red, o la flecha alcance al animal deseado, es necesario que el rito religioso se sume a la simple técnica humana.
Tanto los ritos que miran a la vinculación del hombre como los que se ordenan a vincular el mundo ambiente, varían de unos pueblos a otros, y pueden ser ocasionales, que acompañan a cada actividad o hechos libremente por cada uno, o cíclicos, ejecutados con más solemnidad en tiempos fijos, señalados de ordinario por cambios especialmente evidentes. Entre estos últimos destacan: la oferta de primicias de frutos del campo, de la caza (recuérdese el ofrecimiento de los huesos largos, de cráneos, de una cierva entera al empezar la temporada de la caza, ya en la prehistoria), o de la pesca; los ritos estacionales (agrarios), entre los que destaca el de Año Nuevo, relacionado con la agricultura y con la creación; las diversas fiestas cíclicas agrarias cuyo vestigio se conserva en la liturgia cristiana, a veces a través de la judía; y, finalmente, los ritos de tránsito que buscan revincular al hombre mismo en las etapas más decisivas de su vida (V. t. FIESTAS I).
Es de advertir que los ritos religiosos, y aun los mágicos, se vinculan a veces al primer antepasado, real o mítico, que habiendo vivido en contacto con el mundo trascendente, del que decayó, enseñaría a sus descendientes el modo de volver a restablecer el contacto con él. Frecuentemente se vinculan también al Salvador, que los volvería a enseñar a los hombres, mejorándolos; o bien se atribuyen a héroes (v.) de cultura, cuya figura recubre casi siempre al Salvador, que revivieron la tradición ya mortecina, o incluso la redescubrieron cuando parecía muerta. Todo ello hace que los ritos, así como los mitos (v.) que en ellos muchas veces se dramatizan, se refieran casi siempre al origen de los tiempos, y se consideren como una especie de reproducción de la acción arquetípica de un antepasado de la Era mítica intemporal. De ahí que Eliade haya podido definir la actitud religiosa entrañada en los ritos como «una nostalgia del paraíso»: todos los ritos tratan de volver, siquiera sea momentáneamente, al estado primero del hombre, que se concibe como de dicha suprema, restituyendo así el mundo a la pureza y vigor con que salió de manos del Creador al principio del tiempo. Por su especial importancia en el orden religioso, ya que vinculan no el mundo material, sino al mismo hombre con el orden trascendente, detengámonos un poco en los ritos de tránsito humano.
Por los ritos de nacimiento, el recién nacido cobra realidad, nace de verdad a este mundo. Antes de ellos, carente de la conformidad positiva con el orden trascendente, se considera como si todavía no existiera, no perteneciera aún a este mundo, como si no fuera hombre en el sentido pleno, hasta el punto de que en algunos pueblos el infanticidio antes de esos ritos no se considera homicidio. Los ritos le definen en su nuevo estado, separándolo definitivamente del estado anterior, y haciéndole participar el influjo vital trascendente que ahora le conviene.
Los ritos de pubertad o iniciación han de insertar al adolescente en el orden social con plenitud de derechos y obligaciones. Más que la edad, lo que hace adulto es el rito, hasta el punto de que en muchos lugares al no iniciado se le sigue considerando niño aunque llegue a viejo. El rito suele reflejar la forma de muerte-resurrección: muerte a la vida simplemente sensitiva y sin responsabilidad del niño, para resucitar adulto y con vida consciente, cuya experiencia se busca procurar de todos modos mediante las pruebas iniciativas. La principal obligación del adulto es vivir conscientemente su vinculación con el mundo de radiancia en que ha de entrar por la muerte. De ahí que se procure por todos los medios introducir al iniciando en ese mundo, darle una experiencia o especie de visión de él que jamás olvide, imitando la muerte con el máximo rigor posible. Los diversos ritos de iniciación (v.), más o menos evolucionados, contribuyen a moldear diversas peculiaridades de la mentalidad primitiva, sirven de medio para transmitir conocimientos técnicos y religiosos, y de modelo para explicar la vida de ultratumba. La iniciación transmite y moldea en cuadros escénico-cultuales, cuando las ideas aparecen ya más desarrolladas, los mitos de los orígenes, caída o pecado original, salvador, catástrofes cósmicas, etc., mitos más ricos en general cuando se da mayor politeísmo, o abundancia de divinidades menores, y que no se pueden interpretar rectamente si no se tiene en cuenta esa escenificación; en ella los iniciadores se disfrazan de animales, plantas, gigantes, etc., lo que explica que se considere a veces que sus antepasados eran animales, pero no como los actuales sino animales-hombres, o que hablen de gigantes-ogros que devoraban al iniciando y al que el Salvador devolvía transformado a la vida.
Los ritos de matrimonio constituían el término de la iniciación. Pero poco a poco se van separando de la misma en la inmensa mayoría de los pueblos, aunque al iniciado se le considera apto para casarse a su salida de los ritos iniciáticos. El sentido de muerte-resurrección es aquí más oculto, pero no menos real: es una crisis que comporta la muerte a la vida individual y egoísta para renacer a la vida en común; crisis que implica el peligro de la muerte real que los ritos también buscan impedir. También aquí, más que el mutuo consentimiento, es el rito lo que hace existir el matrimonio: el consentimiento sin rito religioso dará uniones sexuales transeúntes como las de los animales, o quizá concubinato pecaminoso, pero no matrimonio verdaderamente humano (V. t. MATRIMONIO IX).
Los ritos funerarios se consideran necesarios para situar debidamente al difunto en el más allá (v. ULTRATUMBA; INMORTALIDAD). Todos creen en la sobrevivencia; pero ésta no será dichosa, ni el estado del muerto estable (en realidad no estará propiamente muerto, ni tampoco vivo) hasta que los ritos le hagan morir como es debido. De ahí la creencia de que los muertos sin los obligados ritos funerarios no hallar' descanso, ocupándose por lo mismo en atormentar a los vivos que no les han situado debidamente en su nuevo estado. Es el rito quien separa al difunto del mundo de los vivos, y lo incorpora al mundo habitado por los seres trascendentes (v. t. DIFUNTOS I; MUERTE IV; PREMIO Y CASTIGO I).

El Ser Supremo; religión y moral.
La afirmación de la existencia de un Ser Supremo está atestiguada etnológicamente en todos los pueblos, con la única excepción de los melanesios, en que no siempre consta, aunque el misionero P. Laufer ha demostrado su existencia en muchas regiones melanesias de las que antes se dudaba. Los estudios a este respecto, iniciados por Lang, continuados por Schmidt y la Escuela etnológica de Viena, y la observación detallada in situ de muchos misioneros e investigadores, no deja hoy lugar a dudas. Se trata de un verdadero Ser Supremo, hacedor, o al menos ordenador del mundo, según los casos, que dio al hombre sus leyes morales, y del que dependen o al que están subordinados todos los demás seres. La discusión sólo se plantea hoy acerca del culto que reciba, la oración que se le dirija, y sobre si se trata de un verdadero monoteísmo o no.
Como presupuesto, para no perderse ante los datos contradictorios que se dan a veces acerca de un mismo pueblo, conviene tener presente la acertada observación de Paul Radin. En toda religión y pueblo, por primitivo que sea, existe un número mayor o menor de personas egregiamente religiosas, que suelen ser también las más reservadas; una minoría o grupos de fervorosos, un conjunto de gente religiosamente indiferente o descuidada, aunque teóricamente sean creyentes, y a veces pequeñas minorías de personas positivamente arreligiosas u opuestas a toda religión. Los datos recogidos dependen, las más de las veces, de la clase de personas con las que el observador haya logrado ponerse en contacto. Cuando éste es breve, y lo es ordinariamente el de un etnólogo, aunque se extienda a uno o dos años, con lengua imperfectamente conocida, predomina el contacto con mayorías descuidadas o indiferentes, y menos con las minorías fervorosas; sólo quienes conviven largo tiempo podrán ordinariamente discernir almas egregiamente religiosas, que son las que viven mejor la religión, y, como fermento, la hacen participar a los demás. Por eso, los datos recogidos por estos observadores suelen ser mucho más optimistas que los debidos a observadores ocasionales, por preparados que estén. Es evidente que el Dios de los tibios siempre será en más o en menos un Dios ocioso, cual sucede en los mismos cristianos tibios, mientras el Dios de los fervorosos, y especialmente de los agregiamente religiosos, será un Dios sumamente activo e influyente en toda su vida. Si se tiene esto en cuenta, desaparece automáticamente la problemática del «Dios ocioso» o desentendido de los asuntos humanos.
Respecto a la cuestión de si ese Dios supremo implica un verdadero monoteísmo (v.), dado el culto masivo que a veces se tributa a seres inferiores, creemos pueden ser aplicables de modo general las siguientes palabras de Parrinder, referidas directamente a la corriente monoteísta vigente en África: «Probablemente, la actitud africana ante las distintas clases de seres espirituales puede definirse por medio de términos usados por la teología católico-romana. Latría se emplea para significar aquel culto supremo que es debido y otorgado sólo a Dios. Dulía es la reverencia y homenaje que debe rendirse a Santos y ángeles. Hiperdulía es el término empleado para designar el homenaje especial que se debe a la Virgen María. Puede decirse que en África el culto de latría se rinde sólo al Ser Supremo; hiperdulía a los dioses, y el de dulía a los antepasados... Muchos italianos y españoles católicos invocan a sus santos pidiendo ayuda sin hacer alusión directa a Dios, y no hay duda de que su presencia siempre se sobreentiende».
La creencia es más viva y actuante cuanto los pueblos son más primitivos. En ellos la oración al Ser Supremo es frecuente (v. ORACIÓN I, 2), así como la ofrenda (v.) de primicias y, a veces, la de la propia sangre en expiación (v. SACRIFICIO I). Valgan de ejemplo los yamanas, bhil y chenchu, estudiados por Koppers; los pigmeos (v.), estudiados por Trilles y Schebesta; los negritos (v.) asiáticos y filipinos, descritos por el mismo Schebesta. El Ser Supremo dista mucho de ser ocioso, y su influjo en el comportamiento moral no es pequeño; religión y moral van unidas; se trata, pues, de un verdadero teísmo (v.), no de un indefinido deísmo (v.), y que impone obligaciones de carácter ético y social que a veces causan admiración por su altitud de miras en aquellos que se obstinan en considerar a los p. como salvajes carentes de todo sentido moral («monos que hablan»), aunque su estado, como el de los demás hombres, no sea precisamente el de la inocencia paradisiaca que suponía Rousseau. Respecto a la vigencia de esa creencia en los demás pueblos, limitémonos a dar, como simple muestra, tres ejemplos: el polinésioo, el australiano y el africano.
Respecto a los polinesios, baste recordar el himno que los maoríes cantan al Ser Supremo lo: «lo, el Grande. lo, el Eterno. lo, el Inmutable; lo, fuente de todo saber sagrado y profano; lo, creador de todas las cosas; lo, que no ha sido creado; lo, el de rostro escondido; lo, fuente de vida; lo, el más elevado de los doce cielos; lo, que oye cuanto es justo; lo, que rechaza el Mal» (Ringgren). Directamente es el ejecutor de la obra creadora, aunque en la creación del hombre se sirva como de instrumento del dios Tané, por lo demás totalmente subordinado a lo (Radin).
De Australia, en especial la sudoriental, valgan como muestra las siguientes palabras de E. O. James: «El Ser Supremo es el divino Legislador que mantiene la conducta de la tribu de acuerdo con los principios que Él mismo estableció en los comienzos del mundo... Como Dios de los misterios (iniciáticos) y personificación del orden moral, esa figura se yergue con sublime majestad como expresión más alta del poder y de la voluntad sobrenaturales, primigenios y bienhechores, dador y guardián de lo bueno y justo, y supremo Hacedor y mantenedor de las leyes y costumbres, gracias a las cuales la sociedad se conserva como un conjunto ordenado». Por eso llega a decir que su concepto es similar al del Dios de los hebreos.
La vigencia de la creencia en el Ser Supremo en todo el dominio africano ha sido destacada por Baumann y por G. Parrinder. Respecto al amplísimo dominio hantuida (v.) existe un extraordinario estudio de Lufuluabo, misionero indígena, quien llega a ver en los bantúes una verdadera teodicea. Esa creencia general ha sido repetidamente confirmada por obispos misioneros, aunque éstos se lamentaban, por lo que respecta al dominio bantú, que tal creencia no era muy eficaz respecto a las implicaciones éticas, especialmente en la esfera sexual. Aquí hemos de limitarnos a dar algunos textos de Parrinder: «La creencia en Dios, las plegarias, los atributos y mitos muestran claramente que casi todos los africanos, por «incultos» que sean, tienen una idea de Dios. Para muchos de ellos fue el Creador de todas las cosas, pero se ha retirado a aquel alejamiento que constituye parte de su grandeza. Como el más poderoso de los reyes, sólo raramente es asequible, y los hombres se ocupan más de los dioses intermediarios y de los antepasados. En tiempos de gran necesidad, no obstante, cuando todo lo demás ha fallado, se puede acudir a Él directamente, sin necesidad de sacerdote o templo. Algunas de estas creencias quizá reflejan la organización de la sociedad con sus jefes y pequeños gobernantes, pero el hecho de poder apelar directamente a Dios hace pensar más bien en una democracia que muchos pueblos no han conocido jamás». «Dios Creador es uno de los aspectos en que los hombres (africanos) han coincidido más...; encontramos nombres para designarle como creador, modelador, creador de almas, el que da el aliento, Dios de los destinos...; el que otorga la lluvia, el que trae las estaciones, el que da luz al sol, el gran arco de los cielos, el que truena desde lejos, el que alumbra el fuego...; el que da y corrompe, el antiguo de días, el ilimitado, el que existe desde el principio, el irresistible, el sabio, el que hace que incluso las majestades se inclinen, el que ruge tanto que aterra a todas las naciones, el increado, el que se encuentra en todas partes... Padre de los niños, Padre de la placenta, la Gran Madre, el Dios Padre-Madre, el que está bien dispuesto, el más grande de los amigos, el Señor del bosque, la Providencia que vela sobre todas las cosas, como el sol, Dios lleno de piedad, Dios de consuelo, Aquel en quien los hombres se apoyan y no caen..., la gran balsa, contemporáneo de todas las cosas, el inmenso océano cuya cofia circular es el horizonte, el que está más allá de toda estimación, el que aclara el bosque, el altísimo, el inexplicable, el que fue encontrado, el colérico, la grandeza del arco, la gran araña». Respecto a la pretendida escasez de la plegaria a Él dirigida advierte: «En general, lo que ocurre en África es que las plegarias hechas en comunidad son raras. Hay pocos templos y sacerdotes, y sólo se encuentran en ciertas tribus, como los dogon, ashanti y kukuyo. Pero la plegaria individual se practica mucho, especialmente en tiempos de excepcional necesidad. Dios es el refugio del desesperado cuando todo lo demás ha fallado. Entonces, a despecho de su grandeza y de estar tan lejos, se puede apelar a Él directamente, sin fórmulas especiales o intervención de sacerdotes».
La creencia en el Ser Supremo celeste ha sido igualmente comprobada en el círculo paleosiberiano, entre los esquimales (v.) e indios (v.) y en todos los pueblos y tribus primitivas del continente norte y sudamericano. Por ello Eliade se atreve a afirmar que esa presencia del Ser Supremo hace posible a las almas de cualquier lugar, si son verdaderamente generosas, escalar las más altas cimas de un verdadero misticismo religioso. Si hay pocos que lo alcancen, aunque esto no es fácil saberlo, se debe únicamente a que también son pocas las almas totalmente generosas.
Observemos de pasada que junto a ese Ser Supremo celeste se halla a veces un Dios Salvador, o una función salvadora del Ser Supremo. El considerado de alguna manera como salvador suele ser el que tiene contacto más directo con los hombres; en general es hijo del Ser Celeste y a veces de una madre terrena, mediador entre Dios y los hombres, e instructor de la Humanidad. A veces tiende a sustituir en demasía al Ser Supremo, aunque nunca lo elimine del todo. A Él se debe principalmente en el culto la evolución de la oferta de primicias a sacrificio sangriento, incluido el humano, para mejor figurar y como reproducir y copiar su muerte redentora. Y a Él se debe también, en casos de ulterior evolución, una verdadera divinización de su Madre, a veces Virgen, aunque siempre se transparente su origen humano primero. Puede decirse que, de alguna forma, el hombre necesitaba del culto de la Mujer Virgen-Madre para desarrollar la confianza y ternura en su religiosidad. El culto consta ya en la prehistoria, y es frecuente en religiones históricas, de diversas formas; es como una tendencia fundamental de la religiosidad natural humana.

Bibliografia
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ANTONIO PACTOS , JORGE IPAS.
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Dispobible en: http://www.canalsocial.net/ger/ficha_GER.asp?id=11651&cat=religionnocristiana

1 comentario:

  1. Buenos dias, profesor, que va para la P.A. del dia de hoy? Los temas que mas o menos se basan en el exámen para uno estudiar a profundo esos temas =)

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